Hace 24 años, cuando Felipe Carrillo Puerto aún no tenía la modernidad de hoy, se levantó una obra que con el tiempo se convertiría en un símbolo de identidad: el reloj de la ciudad.
De acuerdo con la placa de obra, aquel cronógrafo fue puesto al servicio de la ciudadanía en octubre del 2001, durante el gobierno de Joaquín Hendricks Díaz y bajo la presidencia municipal de Pedro Cruz Quintal. Desde entonces, cada campanada —real o imaginaria— quedó grabada en la memoria de generaciones enteras.
Ubicado en el corazón del parque central, el reloj se alza imponente con sus ocho metros de altura. En cada uno de sus cuatro costados luce un reloj de manecillas, visibles desde cualquier rincón del espacio público, como si quisiera recordarnos que el tiempo es de todos, que no pertenece a nadie y a la vez a cada habitante que lo contempla.
Ese cuadrante de cuatro metros cuadrados no solo ha marcado las horas. Ha sido testigo de marchas, celebraciones, encuentros y despedidas. Cuántas veces alguien miró hacia arriba para calcular si llegaba tarde al trabajo, a la escuela o a una cita de amor. Cuántas promesas, lágrimas y abrazos quedaron bajo su sombra.
Hoy, 24 años después, el reloj de la ciudad sigue de pie, desafiando el paso del tiempo y recordándonos que, más allá de su función, es parte del pulso colectivo de Felipe Carrillo Puerto. Un guardián silencioso de la historia, donde cada segundo que avanza es también un recuerdo que se queda.